ACERCA DE LAS AUTORAS

domingo, 4 de abril de 2010

EL IMAGINARIO FINISECULAR: DIÁLOGO MODERNIDAD Y POSTMODERNIDAD

Liduvina Carrera

Las ideas en torno a la postmodernidad y su diálogo con la llamada modernidad han abierto un espacio a conceptos novedosos en las últimas décadas del siglo XX. Siendo unos términos tan discutidos en las diferentes áreas del saber, es evidente que cada pensador haya llegado a sus propias conclusiones al respecto. Por tal motivo, cuando se desea abarcar una idea más amplia acerca del contenido de dichas palabras, se debe rastrear el pensamiento de algunos teóricos y, de esta manera, obtener un corpus definitorio de lo que han significado dichos términos.
El término “moderno” ha tenido diferentes acepciones, según las diversas áreas del saber en que se encuentre inscrito. Desde sus comienzos, ha estado unido a la idea de exactitud y de medida rigurosa (Ballesteros, 1990: 17), precisión que es ofrecida como paradigma del conocimiento. Tomando en cuenta este punto de vista, el proceso de la modernización abarca desde los descubrimientos técnicos hasta los grandes pensadores de la Ilustración, como lo fueron Descartes en 1650 y Pascal en 1662. Ambos filósofos sistematizaron la evolución anterior y previeron las bases de una sociedad que progresara hacia un futuro mejor.
Algunos autores han entendido la modernidad como la época histórica que se extiende desde al S. XVII, cuando surgieron las ciencias experimentales y la afirmación filosófica de la subjetividad, hasta nuestros días (Viana, M et alii. 1996: 83). De igual forma, ha sido interpretada como la configuración cultural que le correspondió a la época moderna, dominada por la fe en el progreso, en la razón y en las capacidades autónomas del hombre. La confianza en la Ilustración fijó las bases de la modernidad; en tal caso, resulta relevante la mencionada figura de Descartes como fundador de la filosofía moderna y de la cultura de los tiempos modernos (Margot, J. P. 1995: 11). Aunque, a partir de este autor, la historia de la metafísica podría pensarse como la presentación de un progreso continuo, la idea se consagra socialmente en el siglo XVIII, y su fundamento inmediato estuvo en las innovaciones introducidas en la vida social por las ciencias y la técnica. Este siglo fue entendido como el “Siglo de las Luces” en contraposición con el oscurantismo de la Edad Media y, en definitiva, ha sido la época en que se erigió la razón superadora, explicadora y progresista como paradigma de la verdad. (Ross, W. 1992: 301).
El tema organizador moderno se basa en que la sociedad funcione con la precisión de un reloj; en este sentido, la clave de la modernidad se fundamenta en la certeza de que el futuro debe superar al pasado o al presente; al coincidir con la plenitud, todo se deduce de la idea de progreso y, de aquí, se desprende el carácter necesario del adelanto histórico. Para otros autores, (Fernández L. citado por Margot, J.M. 1995: 7) el comienzo de la modernidad se dio a partir de la muerte de Descartes en 1650 y la de Pascal en 1662; así, los pensadores de la Ilustración fueron modernos y firmes creyentes en la razón científica.
La discusión acerca del significado de la modernidad se extiende, incluso, hasta su posible vigencia o caducidad antes de dar paso a la postmodernidad. Por ello, existen diferencias de criterio y, aunque para algunos, ha sido una propuesta muerta y un asunto agotado; para otros, consiste todavía en un proyecto inacabado, que sigue su proceso. En todo caso, sean cuales fueren las creencias al respecto, lo que sí parece estar claro es que la modernidad “surgirá con la idea del sujeto autónomo, con la fuerza de la razón, y con la idea del progreso histórico hacia un brillante final en la tierra” (Urdanibia, I. 1990: 51).
Evidentemente, la modernidad se fundamenta en la idea del perfeccionamiento y se sustenta en la razón ilustrada; ésta, a su vez, conforma el patrón estructural de la mentalidad del mundo occidental desde el humanismo renacentista. Por consiguiente, la historia del hombre sería un camino paulatino hacia la perfección, dentro de una concepción unitaria de la historia, la cual tendría como centro un modelo ideal de la imagen del hombre, no como sujeto individual sino como sujeto histórico.
Contrariamente a los que enjuician la consumación de la modernidad, este espacio correspondería al hecho de que “ser modernos” constituye un valor determinante. Con el paso de los siglos, se ha hecho más claro el culto por lo nuevo y por lo original; en el arte se tiende hacia un punto de vista más general. De manera que, como en la Ilustración, la historia humana está considerada como un camino progresivo hacia la emancipación, capaz de concebir al hombre ideal en su perfección. En este caso, si la historia hace gala de ese sentido creciente, también tendrá más valor mientras esté más cerca del final del proceso.
Para concebir la historia como realización gradual de la humanidad, hay que verla como un transcurso unitario; de esta manera, se hablará de perfeccionamiento si existe la historia. Sin embargo, cuando se deja de hablar de ella con un sentido unitario, no existe el progreso de la humanidad y esto sucede, precisamente, porque no hay un centro alrededor del cual se reúnan los acontecimientos. Hasta hace poco, se había concebido la historia como una serie de vicisitudes de las naciones situadas en la zona “central”, del Occidente, que representaba el lugar de la civilización. Fuera de este espacio se encontraban los hombres primitivos y las naciones en vías de desarrollo; por esta razón, se ha dicho que los hechos relatados por la historia han sido "vicisitudes de la gente que cuenta, de los nobles, los soberanos y la burguesía cuando llega a ser poderosa; en cambio los pobres e incluso los aspectos de la vida que se consideran no hacen historia” (Vattimo, G. 1990: 11). Desde este nuevo visor, no existe la perspectiva de una historia única, sino de imágenes del pasado propuestas desde diversos puntos de vista; por esa razón, resulta ilusorio que se piense en la existencia de un punto de partida único y supremo que pueda unificar todos los demás.
En este orden de ideas, surge la crisis de la historia y, con ella, la del progreso, porque si no hay un decurso unitario de las vicisitudes humanas, no se podrá siquiera sostener que se avanza hacia un fin o que se realiza un plan racional de emancipación de la humanidad. Si el sentido de la historia había sido la realización de la civilización y la historia no puede ser concebida unitariamente a partir de un solo punto de vista organizador del centro, es obvio que tampoco el perfeccionamiento se pueda concebir desde un determinado ideal del hombre.
Sea cual fuere el razonamiento acerca de la modernidad, lo que sí es posible precisar es la existencia de múltiples señales de malestar, generadas a partir de ella. Todas tienen en común una denuncia, más o menos explícita, del modo de vida imperante en la sociedad moderna como frustrante y alienante. La idea de ascenso, alma de la modernidad, ha entrado en crisis y el hombre se ve rodeado de desilusión, descontento y desencanto. Ante estos hechos, surge la denominada postmodernidad como rechazo a un proyecto que ya no satisface las aspiraciones humanas. Este fenómeno reciente se ha expandido con gran velocidad en “las conciencias de los hombres de nuestros días” (Viana, M et alii. 1996: 101) y, con la sensación general de malestar, está implicado el “post” del término; en otras palabras, nace el deseo de despedirse de la modernidad. De todo esto, se desprende la noción de que la cultura de la postmodernidad no es un fenómeno patrimonial de élites intelectuales o de vanguardias políticas, sino del hombre común, inserto en el mar de confusiones de su entorno diario.
Aunque para muchos, la postmodernidad esté considerada como una moda pasajera, a grandes rasgos, los pensadores opinan que no es una determinación temporal o una época posterior a los modernos (Fischer, H.R. 1997: 16), sino un cambio en la actitud espiritual. Postmodernidad no significa, al menos para los autores más importantes y respetables, una época que sigue a la modernidad sino un nuevo enfoque y una actitud espiritual distinta (Welsch W, 1997: 36). Vemos, de esta manera, cómo la palabra designa un estado del alma o una condición del espíritu; porque el hombre se siente indefenso ante la fragmentación de la historia y, debido a ello, procura organizar el caos acudiendo a discursos paralelos que lo ayuden a comprender un mundo de apariencias, donde el paso del tiempo ha dejado de presentarlo como real y lo ha desfigurado en simulacros y espejos "deformantes".
La postmodernidad también ha sido considerada como un período crítico de la modernidad; el sujeto está consciente de que el mañana no existe y, si no hay futuro, evidentemente tampoco habrá fin. Baudrillard cree que no existe el fin porque se vive su exceso; por eso, el hombre postmoderno se siente inmerso en un espacio sin asidero. Como ha alcanzado su límite especulativo y extrapolado todos sus desarrollos virtuales, “se desintegra en sus elementos simples según un proceso catastrófico de recurrencia y de turbulencia” ( Baudrillard, J. 1993:39).
Aunque la cultura postmoderna escape a definiciones formales, posee características caracterizadoras como serían la fragmentación del pensamiento y el hecho de no seguir patrones establecidos; en tal sentido, el pensamiento postmoderno se ha liberado de la unidad y, si su comienzo radica donde todo termina, se afirma el paso a la pluralidad como hecho deseable. En la condición postmoderna, se confirma la idea de que lo diverso puede ser una forma de felicidad y su punto central consiste en la diseminación incomprendida dentro de la unidad sistemática que intente cumplir con las exigencias del caso. De esta manera, la legitimación consistirá, por una parte, en reconocer la multiplicidad e “intraducibilidad” de los juegos del lenguaje, mutuamente ensamblados y, por otra, su autonomía y su especificidad, sin reducir los unos a los otros.
El hombre occidental había afirmado su existencia en los saberes y discursos de la modernidad, ejercidos por medio de las narrativas centralizadas en una ideología dominante o “relatos legitimantes” (Lyotard, J.F. 1989); pero, en la actualidad, los puntos de vista centrales, a saber: grandes relatos, metarrelatos o relatos legitimantes, han perdido credibilidad y han dado paso a la pluralidad del conocimiento; por ello, se decreta la muerte del discurso legitimante, para que la autentificación del saber se plantee en otros términos.
El sujeto postmoderno se ha visto involucrado en una época que corría vertiginosamente hacia el nuevo milenio; de esta forma, lo simple se hacía complejo, lo múltiple prevalecía sobre lo singular, lo aleatorio sobre lo determinado y el caos ambicionaba ganar al orden; en definitiva, se producía el enfrentamiento ante la ambigüedad por la existencia de una realidad incierta (Balandier, G. 1993: 61). El hombre se ha descubierto desterrado de un mundo cuyo orden, unidad y sentido han traicionado su discurso abierto a la imprecisión; por eso, en presencia de una realidad fluctuante y fragmentada, se ha interrogado acerca de su propia vida y su realidad. En tal sentido, el sujeto postmoderno deviene ambiguo, arbitrario y narcisista y, ante un mundo fluctuante y sin principios claramente legitimados, se ha sentido incapaz de identificarlos con facilidad, porque su propia identidad reposa inestable y insegura.
En torno a estas ideas, Jaques Baudrillard cree que la historia, el sentido y el progreso no encuentran su liberación, porque la percepción del futuro ha sido diluida por la parálisis del tiempo. Ante la crisis planteada en la postmodernidad, el centro mismo de la información, la historia está obsesionada por su desaparición porque la propia historia no era, en el fondo, más que un inmenso modelo de simulación (Baudrillard, J.1993: 279); quizá por ello, el sujeto finisecular se ha esforzado en la búsqueda de nuevas realidades y haya deseado apropiarse, entre otros, de los recursos que le ofrecen las tecnologías de la comunicación para dar respuesta a sus planteamientos.
En torno a las ideas emanadas de un futuro incierto, Vattimo apuntaba que sólo con la existencia de la historia se podía hablar de progreso y, por eso, la modernidad había dejado de existir cuando desapareció la posibilidad de seguir hablando de la historia como una entidad unitaria (Vatimo, G. 1990:10). Esta concepción de la historia, en efecto, implicaba la existencia de un centro alrededor del cual se reunieran y ordenaran los acontecimientos; pero en la postmodernidad, si no hay historia central porque cada quien interpreta los acontecimientos según su punto de vista, el hombre desilusionado siente que ha perdido su propia identidad y desconoce su razón en el mundo, ya no confía en la realidad conocida y busca nuevos espacios para entender su propia existencia y la de los demás. De esta manera, al carecer de una historia única, surgen imágenes del pasado propuestas desde diversos puntos de vista y, con ellas, la idea de crisis en todo lo que se refiere al progreso: si no hay un decurso unitario de las vicisitudes humanas, no se podrá ni siquiera sostener el avance hacia un final de emancipación.
Con la cultura postmoderna, nace de la desilusión ante el fracaso del proyecto histórico en su promesa de asegurar la felicidad; y se proyecta como signo revelador de una crisis profunda y como refugio para la reflexión de las nuevas orientaciones. Desde el momento en que la historia no puede ser percibida como entidad unitaria, el individuo se ha enfrentado a la crisis finisecular del siglo XX, y su conciencia postmoderna ha procurado construir su realidad desde discursos diferentes a los establecidos.
En lo que atañe a la literatura de ficción y al arte en general, se observa cómo en el período finisecular, se ha perdido el sentido al hecho de ser modernos, porque las filosofías de la postmodernidad han descalificado los movimientos culturales que prometían utopías y auspiciaban el progreso. La historia del arte, la literatura y el conocimiento científico habían identificado repertorios de contenidos que debían ser manejados para ser cultos en el mundo moderno (García Canclini, N. 1989: 13); ahora, en la condición postmoderna, la narrativa literaria se ha verificado en metáfora del espejo fragmentado, porque el caos devora la trama narrativa mientras otra realidad virtual se convierte en el discurso que permitiría una elaboración ficticia más compleja. Tanto la cultura de masas como la frustración histórica se han erigido en otros espacios fundamentales, al momento de discutir la modernidad y, en definitiva, la postmodernidad discurre como discurso fragmentado, lleno de pluralidad de disertaciones abarcadoras, también, de las voces minoritarias.
Por todo lo anterior, el escenario finisecular ha sido potenciado con las características siguientes: contra el centro y la unidad de la historia, la fragmentación y la diseminación; frente a los metarrelatos, la cotidianidad; contra el héroe, la figura común y corriente, contra el valor de uso, el valor de cambio; contra la sacralización del arte, la estetización total que, en la pérdida de jerarquías cede el paso a las periferias: “todo vale”; contra el sentido, el no-sentido y el caos (Bustillo, C. 1996: 6). En la praxis narrativa del postboom y del período finisecular, también se han previsto algunos rasgos generales, entre los que sobresalen: la irrupción de la cultura urbana y su correspondiente retórica en canciones, publicidad y lenguaje audiovisual; lo coloquial, la ausencia de ansias trascendentes y místicas, el universo juvenil de los sesenta, el intento de presentación antes que la explicación del mundo, la diseminación del punto de vista y el trasiego de géneros, el interés en la intrahistoria, la rebelión contra el poder como instancia en la vida cotidiana, proporcionar voz a los marginados culturales, sexuales y étnicos; y, en definitiva, señalar el impacto de los medios de comunicación en términos de nuevas búsquedas para "capturar" una realidad que se difumina y escapa a los sentidos. (Kozak, G. 1993:55).
Ante este panorama, se ha precisado la búsqueda de otros discursos narrativos que den cuenta de las aspiraciones del sujeto finisecular y, por tal motivo, con la visión fragmentaria de su condición postmoderna, algunos escritores latinoamericanos han requerido otras formas para aprehender la realidad y donde se den cita los discursos alternos a la perspectiva ilustrada.

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