ACERCA DE LAS AUTORAS

domingo, 4 de abril de 2010

LOS DISCURSOS LITERARIOS ALTERNOS

Liduvina Carrera

Con la condición posmoderna, se ha abierto la fragmentación de la narrativa ficcional, como una parte del saber. En las grandes obras narrativas de los años sesenta, la literatura se perfilaba como un valor y un paradigma, porque se escribía “en la literatura y con la literatura” (Osorio, N. 1993: 98), en aquellos momentos, aunque el modelo de la literatura escrita fuese agredido, cuestionado y tratase de ser superado, siempre consistió en un fenómeno ocurrido desde la perspectiva ilustrada, porque el programa implícito consistía en superar la propia literatura, que ha seguido siendo el espacio en que se movían y el territorio que se pretendía dominar.
Si se parte de la idea de que la literatura de unos lapsos determinados siempre reflejará el sentir de dichos tiempos, en el período finisecular predomina la condición postmoderna y falta un relato único que sirva de guía; en otras palabras, prevalece una situación sin brújula y no existen verdades de las que se pueda asir el sujeto. Ante este hecho, donde imperan la incertidumbre, el escepticismo, la diseminación, las situaciones derivantes, la discontinuidad y la fragmentación (Urdanibia, I. 1990: 68), surgen nuevas claves que dan cuenta de por dónde parecen moverse los gustos de la actual condición en lo que respecta a la narrativa ficcional. De ello, se desprende que la emisión del mensaje narrativo había tratado de situarse en el núcleo de los valores ilustrados de la sociedad; esto es, en una zona central o “no alterna”, cuyo espacio había generado el hecho literario.
Desde ese núcleo, emanaba una especie de modelo institucionalizado, entendido como la cultura que establecía los valores: éticos, estéticos, artísticos, religiosos, etc, regidores de la humanidad. Esta perspectiva o foco centralizado de la cultura presenta una significación capaz de ser criticada, agredida, confrontada o simplemente examinada; pero el meollo siempre partiría de una emisión cultural que dilucidara sobre sí misma o sobre sus discursos existentes paralelamente en su entorno. Desde este sitio privilegiado del discurso no alterno, emanaban los rasgos ideológico - culturales que organizaban la emisión literaria y, entre sus características más resaltantes, habría que señalar, en primer término, su carácter erudito, desde donde se valoraban, comprendían y jerarquizaban las otras formas de la producción cultural.
Desde los discursos literarios centralizados, se incorporaba inconscientemente lo masculino y lo heterosexual como modelo privilegiado de lo humano; por esta razón, se organizaban y comprendían otras modalidades como variantes y, en este caso, se podría nombrar como ejemplo lo femenino y la homosexualidad. El discurso legitimante, como lugar privilegiado, ha asumido la condición del hombre blanco como prioritaria y, con relación a ella, se han comprendido las otras: mulato, negro, etc. De la misma manera, funciona lo urbano y la condición adulta, con respecto a sus variantes: lo rural, lo campesino, la niñez o la adolescencia. Sin lugar a dudas, el centro habría de ser entendido como el territorio simbólico del poder y ocurre, en general, en toda la literatura: se “produce” desde ese centro masculino, blanco, propietario, ilustrado (para señalar solamente algunos de sus rasgos). En otras palabras, el centro de emisión del discurso literario artístico y cultural en general, está formado por “una perspectiva que es básicamente masculina (…) blanca, ilustrada, urbana y adulta. De alguna manera es el modelo de la hegemonía social trasladado al sistema literario y cultural. (Osorio, N. 1993: 99)
Este razonamiento, indudable corazón de una emisión cultural, se presentaba como un espacio ideológico definido por sus intereses. Sus atractivos ni siquiera pretendían ser postulados, ni defendidos; simplemente eran considerados como establecidos por la sociedad y constituían un paradigma básico en función del cual se expresaban, comprendían y jerarquizaban los discursos alternos, que giraban en su periferia.
En este orden de ideas, no se pretende cuestionar el discurso centralizado para postular el alterno y fijar su emancipación; el hecho reside en postular la existencia de una reflexión con un espacio propio, fuera del eje del hecho literario institucionalizado. Este mundo de atractivos alternos reclama un lugar para “todo lo que no forma parte de las jerarquías dominantes en lo social, lo cultural, lo moral. Lo que no forma parte de lo establecido” (Osorio, N. 1993: 100).
Con la condición postmoderna, los discursos centrales han sido vistos como espacios de poder susceptibles al cuestionamiento, la burla, la ironía y la posible sustitución. Al pretender una nueva forma de dominio cultural, las voces alternas emergen y, en el área de la narrativa de ficción específicamente, han procurado dar cuenta de paradigmas diferentes. Este hecho ha dado pie para que las reflexiones periféricas hayan procurado su propio territorio de poder y se hayan manifestado, en mayor escala, en las últimas décadas del siglo xx.
El rechazo a la modernidad ha llevado consigo la propuesta de una búsqueda consecuente cobijadora de la periferia desde su propio centro, desde donde pueda localizar el marco referencial de sus valores; en definitiva, es la propuesta de “una comprensión adecuada de esta narrativa [que] reclama más bien el considerarlas en su propia interrelación, como expresiones de un nuevo proyecto estético- ideológico, todavía en proceso de afirmación y búsqueda, que busca salirse de las premisas en que se basaba la narrativa anterior y construir su propio espacio literario”. (Osorio, N. 1993: 100).
Al decretarse la muerte de los discursos que no llenan las perspectivas del sujeto postmoderno, se ha abierto un espacio a conceptos novedosos en las últimas décadas del siglo xx. Este fenómeno reciente, expandido con gran velocidad en "las conciencias de los hombres de nuestros días" (Viana, M. 1996: 101), se ha liberado de la obsesión de unidad y totalidad y, de esta manera, la legitimación consistirá en reconocer, por una parte, la multiplicidad e "intraducibilidad" de los juegos del lenguaje, mutuamente ensamblados; y por otra, su autonomía y su especificidad, sin reducir los unos a los otros.
Como estos hechos no han sido indiferentes a la creación literaria, muchos escritores del siglo xx, al igual que lo ocurrido a científicos y filósofos, al cabo un tiempo de optimismo han encontrado problemático su medio “de lenguaje” (Breuer, R. 1993: 122). Los procedimientos tradicionales de los escritores no han potenciado novedades para los discursos finiseculares y, por eso, han sido requeridas tácticas diferentes que descubran la realidad inventada en el proceso escritural. De esta forma, los conceptos postmodernos contienen todavía mayor potencial crítico que las concepciones modernas y es posible un cambio de perspectiva en la teoría; por eso, la motivación de la postmodernidad se ha convertido en el eje de la teoría critica de hoy (Welsch, W. 1997:43).
Estas son algunas de las razones, inspiradoras de los escritores que han acudido a discursos alternos para enriquecer sus producciones novelísticas. Los autores latinoamericanos de las últimas décadas del siglo xx no han seguido los usos tradicionales en la elaboración de sus obras y se han regodeado, frecuentemente, con técnicas diferentes, que incluyen recursos paraliterarios, proveedores de estereotipos en los textos literarios (Solotorevsky, M. 1988).
La narrativa latinoamericana de las últimas décadas del siglo xx (años 70,80 y 90) ha postulado una variedad de discursos alternos, cuyas características particulares venían gestándose ya en décadas anteriores, a tal punto que los años sesenta han tenido una importancia definitoria en el mundo actual. Fueron los años de la llamada Revolución Científico- Técnica y el inicio de la época de las grandes computadoras y de la informática (Osorio, N. 1993: 96); por consiguiente, lo que hoy día ocurre en literatura, no puede ser comprendido en su conjunto si no se toma en cuenta la gestación que marcó una nueva etapa en el proceso literario.
Aunque los procedimientos utilizados por los escritores postmodernos también han sido abordados en otras épocas, existe una mayor frecuencia en este período, en el que se han dado cita diferentes discursos alternos para conformar un corpus narrativo que dé cuenta de las características discursivas de las últimas décadas del siglo xx. En este sentido, y entendida la etapa finisecular como un cambio de actitud ante los grandes relatos o aspiraciones del ser humano, es posible pensar en la variedad de narradores latinoamericanos que se han dejado llevar por esta condición del espíritu y han replanteado su escritura de manera diferente a las propuestas por la erudición literaria.
En una visión panorámica de estos discursos alternos, no oficialistas, concurre el "discurso fílmico", surgido desde el momento en que el arte de la imagen, propio del cine, ejerció su influencia sobre los textos escritos. Ambas artes: cine y literatura, se han esforzado por salir de la linealidad temporal de sus relatos y ha habido entre ellas una influencia recíproca, tanto así que "el ojo cinematográfico" y la "conciencia narradora" son puntos convergentes para el análisis, tanto de las producciones cinematográficas, como de las novelísticas.
Evidentemente, se trata de discursos diferentes, porque la lectura del espectador cinematográfico es distinta a la lectura del lector de novela (Puig, M. 1985: 290); sin embargo, puede suceder que algunas imágenes proyectadas desde la ficción textual inviten a lecturas cinematográficas, con la presencia de cierres en fundido, de planos que desaparecen poco a poco en la oscuridad (Peters, J.L.M. 1961: 25). Este hecho ocurre porque la narrativa suele caracterizarse por "saquear" a otros géneros, incluyendo el cine (Carrera, G.L. 1984) y, en un momento dado, el arte de la imagen ha ejercido mayor influencia sobre la narrativa. Ambas disciplinas se han esforzado por salir de las limitaciones impuestas por la linealidad y objetividad del relato tradicional, y el resultado es la influencia recíproca entre ojo cinematográfico y la conciencia narradora.
Otro elemento compartido entre el cine y la literatura es el correspondiente a la tensión dramática o la espera y temor de una nueva espera. Esto se logra con la evocación de otros momentos de las acciones; para ello, se procura crear una tensión, atenuarla, acrecentarla y renovarla. La exacta distribución de esos instantes de tensión en el curso de la narración (tanto textual como fílmica) tiene una importancia capital en la construcción de este tipo de discursos. Autores venezolanos, entre otros, que hacen gala de estas técnicas son: Gustavo Luis Carrera: Viaje inverso (1977), La muerte discreta (1982); Antonieta Madrid: No es tiempo para rosas rojas (1975, 1983) y José Balza: Medianoche en video: 1/5 (1988)
Menospreciada por muchos años y entendida como fenómeno orillero, la música popular latinoamericana había sido relegada, por las élites intelectuales o discursos centralizados, al rincón de los bares y rocolas que ofrecían un testimonio de abandono. Con el cambio de perspectivas, ante la condición postmoderna, algunos escritores latinoamericanos de prestigio han construido sus temas y ficciones en torno al elemento popular y, de esta manera, ha entrado el kitsch y todo lo cursi en la narrativa. De igual forma, ha surgido la novela bolero (Santaella, J.C. 1990) y la literatura cassete (Baez, J.C. 1990) que otorgan una presencia significativa de la música dentro del texto literario, tanto así, que la escritora mexicana Laura Esquivel ha incorporado un CD en su novela La ley del amor publicada en 1995.
Para algunos autores, el ingrediente musical ha añadido cierta cadencia y ritmo a la narrativa; el propio título de una de las obras del puertorriqueño Luis Rafael Sánchez La Guaracha del Macho Camacho, adelanta la noción de música; por eso, como ha mencionado el propio autor, más allá de las peripecias y la actitud de los personajes "ante el guiñol de su existencia está el ritmo de guaracha (...) son liviano que narra, con aires de mofa y entrañable alegría acontecimientos o pecadillos populares" (Sánchez, L.R,1981: 338).
En este orden de ideas, son reivindicadas las imágenes de los prostíbulos y los bares, y surgen como referentes textuales Agustín Lara y José Alfredo Jiménez, connotados cantautores de boleros, recordados en las ficciones narrativas "de la canción" (Monsivais; C. 1990). Entre las novelas claves para esta muestra representativa se podrían nombrar: Arráncame la vida de Angeles Mastreta (1985), obra que pone en evidencia el parentesco de la música con la literatura como elemento estructurador de la narrativa latinoamericana. La memoria musical que envuelve a los países latinoamericanos está presente en esta obra, por cuyas páginas se pasean con vida los románticos de la canción mexicana: Toña la negra, Pedro Vargas y Agustín Lara. Otras obras que proclaman la música en su ficción se dan cita en este escenario: Si yo fuera Pedro Infante de Eduardo Liendo (1989), La importancia de llamarse Daniel Santos de Luis Rafael Sánchez (1989), Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante (1972) y Celia Cruz, reina rumba de Humberto Valverde (1981), porque utilizan esta variedad del discurso periférico, surgido en forma alterna a la literatura consagrada por la erudición.
El discurso fotográfico, sin duda presente en la obra de variados autores latinoamericanos, proyecta una adecuación entre los signos fotográficos y los literarios (Carrera, L. 1994: 69); en este caso, se trata de textos que postulan la presencia de fotos como pretextos para su construcción. Las fotografías como mensaje connotativo de las novelas, deben ser interpretadas por el lector y, con razón, se ha dicho de ellas: "¡Qué tenebrosos precipicios se abren ante nosotros a veces con la visión de ciertas fotografías!. Los personajes jamás identificados, las miradas cristalizadas sobre la superficie fluctuante y prístina de esas imágenes que nunca sabemos si son de metal o de cristal, de espejo o de luz congelada". (Eliozondo, S. 1969: 253)
Este recurso es evidente en la novela Ojo de pez de Antonieta Madrid (1990), donde existe una adecuación entre los signos fotográficos y los literarios; en este caso, "ojo de pez" también es el nombre dado al lente de visión, caracterizado por abarcar 180 grados, y la obra se corresponde con el transcurrir de una conciencia ante un álbum de fotografías. Ojo de pez está construida sobre bases fotográficas evidentes que inciden en la organización del material novelesco. Otras narraciones que dan cuenta de imágenes fotográficas para la organización de sus mundos ficcionales son: Adiós gente del Sur de Orlando Chirinos (1990); Perfume de gardenia de Laura Antillano (1984) y Vagas desapariciones de Ana Teresa Torres (1995).
El lenguaje folletinesco constituye otro discurso que ha ocupado su espacio en la narrativa finisecular latinoamericana, aunque tenga sus raíces a finales del siglo XIX. El argentino Manuel Puig ha añadido el subtítulo de “novela folletín” a su obra Boquitas pintadas, cuyas características se corresponden con la novela sentimental (citado por Sarduy, S. 1971: 412), incluso, el propio autor ha señalado que, con la obra, había intentado una nueva forma de literatura popular (Puig, M. 1969).
Este esquema folletinesco ha sido uno de los productos de ficción utilizados por los autores latinoamericanos de las últimas décadas del siglo xx. En la obra El plan infinito de Isabel Allende (1992), se puede observar esta recurrencia capaz de representar pasiones y conflictos sentimentales sufridos por los personajes, quienes después de haber pasado por un largo periodo de fracaso, decepción, enfermedades o muerte, se instalan al final de sus vidas en el espacio reservado a la felicidad, la belleza y la plenitud amorosa (Carrera, L.1995)
Es de observar que este tipo de literatura de masas también es conocida con otros nombres, entre ellos, los de "literatura de quioscos" o "literatura kitch"; esto se debe al hecho de que abastece las librerías con novelas al estilo del best-sellers y su finalidad es la venta del producto. En todo caso, sea cual fuere el objetivo de la subliteratura, otra forma de mencionarla y, aunque existan diferencias evidentes entre ella y el discurso establecido; ambas formas de escritura están regidas por leyes internas que le dan cabida en el escenario de la ficción. De acuerdo a este hecho, tanto la literatura minoritaria y selecta, representativa de los altos valores espirituales y culturales, como la subliteratura o literatura mayoritaria, a ras de suelo, quizá subterránea pero no menos verdadera, son capaces de nutrir amplias capas de la sensibilidad colectiva y de expresar los ideales y los valores del hombre común. (Serrano Poncela; S. 1966: 5)
Al reescribir la temática del folletín, algunos autores incursionaron también en la tendencia policial. De manera que el actual policial latinoamericano se consolida definitivamente durante las décadas de los 70 y los 80 (Castillo Castro, L.F, 1993:114). Entre los autores representativos de este discurso, se señala a Marco Denevi con Asesinos de los días de fiesta (1986) y Rosaura a las diez (1981); Juan Vilorio con El disparo del argón (1991), Chaparro Valderrama con El Capítulo de Ferneli (1992) y Eduardo Liendo con Los platos del diablo (1991)
El uso del discurso epistolar, tan frecuente en la literatura autobiográfica, confesional y el diario íntimo, se reconoce en obras como Querido Diego, te abraza Quiela de la escritora mexicana Elena Poniatowska (1995), donde se refleja la combinación genérica evidenciada por las cartas: el discurso amoroso sirve de marco enunciativo para el desarrollo de la ficción (Cróquer, E. 1994: 122). La correspondencia, representada en este tipo de obras, pone en evidencia el carácter ritual y obsesivo de una escritura manifestada como el intento reiterado de obtener una palabra sustituta. Este recurso también ha sido empleado por el colombiano Darío Jaramillo Agudelo en su novela Cartas cruzadas (1995).
El discurso femenino ha sido muy discutido, porque también se encuentra “al margen” de los centros intelectuales. De suerte que, en las últimas décadas, los estudios literarios se han visto sacudidos por la crítica feminista que procura ser portavoz de los sectores más oprimidos, marginados y olvidados de nuestras sociedades. No se puede negar que existe una gran expectativa ante la literatura elaborada por mujeres, porque se plantea una serie de interrogantes, cuyas respuestas oscilan entre límites contradictorios.
En todo caso, la literatura es arte y el sexo no es determinante en su elaboración; como ha opinado una autora en alguna oportunidad:
Sospecho en fin que el interminable debate sobre si la escritura femenina existe o no existe, es hoy un debate insustancial y vano. Lo importante no es determinar si las mujeres debemos escribir con una estructura abierta o con una estructura cerrada, con un lenguaje poético o con un lenguaje obsceno, con la cabeza o el corazón. Lo importante, es aplicar esa lección fundamental que aprendimos de nuestras madres, las primeras después de todo en enseñarnos a bregar con el fuego; el secreto de la escritura, como el de la buena cocina y no tiene nada que ver con el sexo, sino con la sabiduría, con la que se combinan los ingredientes. (Ferré, R. 1982: 490).

En lo que atañe a un "discurso culinario", quizá vertiente del discurso anterior, algunas obras impregnan sus páginas con el aroma de sus recetas y el erotismo de sus relatos. Entre ellas, se encuentran obras como Afrodita de Isabel Allende (1997) y Como agua para chocolate de Laura Esquivel (1990).
Con esta perspectiva, ha sido posible revisar un corpus narrativo variado entre los autores latinoamericanos de las últimas décadas del siglo xx que han organizado sus ficciones con el aval de los discursos alternos; ahora bien, como la postmodernidad ha desconocido la visión unitaria de los acontecimientos, el escritor finisecular ha potenciado la pluralidad de los “decires” que giran en torno a las élites culturales. El orden propuesto se ha diluido en su propia ineficacia ante la invasión de órdenes alternos que reclaman espacio desde su alteridad; la simulación y las apariencias campean en el escepticismo de toda autenticidad (Bustillo, C. 1998: 189).
Todas estas razones han llevado al escritor latinoamericano, sujeto finisecular, hacia la búsqueda de respuestas para sus interrogantes y a proyectar su ficción hasta el punto de abrir novedosos espacios. La producción literaria postmoderna ha hecho gala de cuestionamiento, en la medida que potencia otras maneras de abordar la realidad. Entre ellas, han tenido cabida los discursos metaficcionales que incorporan las características de la tecnología y de los medios de comunicación a su matriz textual.
Ahora bien, aunque hasta ahora sólo se han presentado algunos discursos alternos cuya proliferación abarca la narrativa de las últimas décadas del siglo xx, también hay que hacer referencia a ciertos recursos de la informática, igualmente utilizados por las obras de algunos escritores finiseculares latinoamericanos. Como cada cultura ha generado su imaginación análoga al imaginario que configurará la historia de las culturas (Bustillo, C. 1998), esta especie de operación cultural que determina el acto de ficcionalización en el hombre finisecular, se ha refugiado en la conciencia de su autorreferencialidad y, por este motivo, ha producido una narrativa que se deja oír desde la periferia. Por consiguiente, las obras han generado un espejismo de realidades alternas que buscan un espacio propio dentro de su construcción textual y se auto definen en la medida que organizan la elaboración de sus nuevas formas de abordar los discursos.
En general, la novelística latinoamericana finisecular ha conformado un lienzo en el que la fragmentación de la escritura se corresponde con lo representado y se elabora una realidad alterna para la organización del mundo ficcional propuesto. De la misma forma, y haciendo uso de la fenomenología de lo catópticro (Bustillo, C. 1998), surgen los espejos deformantes que ejercen funciones alucinatorias y, ocasionalmente, producen ilusiones ópticas. Por consiguiente, la presencia de los espejos jugará un papel importante en la construcción de nuevos espacios textuales producidos desde el interior de la propia ficción.
Como se ha llegado al “exterminio de cualquier ilusión del mundo por la técnica y lo virtual, o la de un destino irónico de toda ciencia y de todo conocimiento por los que se perpetuarán el mundo y la ilusión del mundo” (Baudrillard, J. 1996: 104), ha surgido la fragmentación y la libertad finiseculares y postmodernas, que han enriquecido sus razonamientos alternos o paralelos a los centros de emisión cultural, con novedades discursivas. En otras palabras, junto a las reinterpretaciones de la realidad, la narrativa finisecular latinoamericana del siglo xx, en sus últimas décadas, sobre la base de la tecnología de la informática, entre ellas la realidad virtual y la holografía, ha dado cuenta de la metaficción virtual. En las páginas siguientes, se afrontará, por un lado lo referente al discurso metaficcional en tanto manera - otra- de abordar la realidad desde la ficción narrativa, el uso de recursos propios de la informática como soporte de la construcción de estos textos narrativos y las bases teóricas de la metaficción virtual.

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